¿QUÉ FUE LA AUTONOMÍA OBRERA?

 

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¿QUÉ FUE LA AUTONOMÍA OBRERA?

M.Amorós

 

 

 

 

La palabra «autonomía» ha estado relacionada con la causa de la emancipación del proletariado desde hace tiempo. A principios del siglo XIX el anarquista Johan Most la utilizaba en América para nombrar una de las características del comunismo libertario, y en 1920 el marxista Karl Korsch designaba la «autonomía industrial» como una forma superior de socialización. El teórico de los Consejos Obreros, Pannekoek, habla de «autoactividad» refiriéndose a la acción independiente de los trabajadores, lo que a la postre es la autonomía obrera. Desconozco otros ejemplos. Hoy el uso de las palabras «autonomía» o «autónomo» en todo tipo de situaciones y con las más opuestas intenciones es más un motivo de confusión que de esclarecimiento. Se las puede encontrar en boca de un ciudadanista o de un nacionalista, pronunciadas por un universitario toninegrista o dicha por un okupa…. Definen pues realidades diferentes y responden a conceptos distintos. Los Comandos Autónomos Anticapitalistas se llamaban así para señalar su carácter no jerárquico y sus distancias con ETA. Al ciudadano consciente de una sociedad capaz de dotarse de sus propias leyes Castoriadis le llamaba «autónomo», como los diccionarios, una especie de burgués con alas de querubín, pero en otros ámbitos «autónomo» es como se llama aquél que rehuye calificarse de anarquista para evitar el reduccionismo que implica esa marca, y «autónomo» es además el partidario de una moda italiana de la que existen varias y muy desiguales versiones, la peor de todas inventada por el profesor Negri en 1977 cuando era leninista creativo… La autonomía obrera como tal, aparece en la península a principios de los setenta como conclusión fundamental de la lucha de clases.

 

 

LOS AÑOS PREAUTONÓMICOS

 

No es casual que cuando los obreros comenzaban a radicalizar su movimiento reivindicaran su «autonomía», es decir, la independencia del mismo frente a representaciones exteriores, bien fueran la burocracia vertical del Estado, los partidos de oposición o los grupos sindicales clandestinos. Pues para ellos de eso se trataba, de actuar en conjunto, de llevar directamente sus propios asuntos con sus propias normas, de tomar sus propias decisiones y de definir su estrategia y su táctica de lucha: en suma, de constituirse como clase. El movimiento obrero moderno, es decir, el que apareció tras la guerra civil, arrancó en los años sesenta una vez agotado el que representaban las centrales CNT y UGT. Lo formaron mayoritariamente obreros de extracción campesina, emigrados a las ciudades y alojados en barrios periféricos de «casas baratas», bloques de patronatos y chabolas. Desde 1958 la industria y los servicios experimentaron un fuerte auge que se tradujo en una oferta generalizada de trabajo, lo cual dio la puntilla definitiva a la agricultura tradicional provocando la despoblación de las áreas rurales y el nacimiento de barriadas obreras de nuevo cuño. Las condiciones de explotación de la población obrera -bajos salarios, horarios prolongados, malos alojamientos, lugar de trabajo alejado, deficientes infraestructuras, analfabetismo, hábitos de servidumbre- hacían de ella una clase abandonada y marginal que, no obstante, supo abrirse camino y defender su dignidad. La protesta se coló por las iglesias y por los resquicios del Sindicato Vertical que pronto se revelaron estrechos y sin salida. En Madrid, Vizcaya, Asturias, Barcelona y otros lugares los obreros, junto con sus representantes elegidos en el marco de la ley de jurados, comenzaron a reunirse en asambleas para tratar cuestiones laborales, estableciendo una red informal de contactos que dio pie a las originales «Comisiones Obreras». Dichas comisiones se movían dentro de la legalidad, aunque, dados sus límites, se salían frecuentemente de ella o se la saltaban si era necesario. La estructura informal de las Comisiones Obreras, su autolimitación reivindicativa y su cobertura católicovertical hicieron su acción muy eficaz y a la sombra de la ley de convenios llevaron a cabo importantes huelgas, creadoras de una nueva conciencia de clase. Pero en los medios obreros conscientes se contemplaba la lucha no simplemente contra el patrón, sino contra el capital y el Estado encarnado en la dictadura de Franco. El objetivo final no era otro que el «socialismo», la apropiación de los medios de producción por parte de los mismos trabajadores. Después de Mayo del 68 ya se habló de «autogestión». Las Comisiones Obreras habían de asumir ese objetivo y radicalizar sus métodos abriéndose a todos los trabajadores. Pronto se dio cuenta el régimen franquista del peligro y las reprimió; pronto se dieron cuenta los partidos con militantes obreros -el PCE y el FLP- de su utilidad como instrumento político y las recuperaron. La única posibilidad de sindicalismo era la ofrecida por el régimen, por lo que el PCE y sus aliados católicos la aprovecharon construyendo un sindicato dentro de otro, el oficial. El ascenso de la influencia del PCE a partir de 1968 asentó el reformismo y conjuró la radicalización de Comisiones. Las consecuencias fueron graves: por un lado la representación obrera se separaba de las asambleas y escapaba al control de la base. El protagonismo recaía en exclusiva sobre los supuestos líderes. Por otro lado el movimiento obrero se circunscribía en una práctica legalista, soslayando en lo posible el recurso a la huelga, solamente empleado como demostración de fuerza de los dirigentes. La lucha obrera perdía su carácter anticapitalista recién adquirido. Finalmente se despolitizaba la lucha al tutelar los comunistas la orientación del movimiento. Los objetivos políticos pasaban de ser los del «socialismo» a los de la democracia burguesa. La jugada estaba clara; las «Comisiones Obreras» se erigían en interlocutores únicos de la patronal en las negociaciones laborales, ninguneando a los trabajadores. Ese diálogo sindical no era más que el reflejo del diálogo político institucional que pretendía el PCE. El reformismo provocó la división del movimiento obrero, pues la conciencia de clase se había desarrollado lo suficiente como para que los sectores obreros más avanzados defendieran fuera de Comisiones tácticas más congruentes y pusieran en marcha organizaciones de base más combativas llamadas según los lugares «círculos», «plataformas de comisiones», «comités obreros» o «grupos obreros autónomos». Por primera vez la palabra «autónomo» surgía en el área de Barcelona para subrayar la independencia de un grupo partidario de la democracia directa frente a los partidos y a cualquier organización ajena a la clase. Además, habiendo permitido los resquicios de una ley la creación de asociaciones de vecinos, la lucha se traslado a los barrios y entró en el ámbito de la vida cotidiana. Del mismo modo, en las barriadas y los pueblos se planteó la alternativa de permanecer en el marco institucional de las asociaciones o de organizar comités de barrio e ir a la asamblea de barrio como órgano representativo.

 

 

EL MOMENTO DE LA AUTONOMÍA

 

La resistencia del régimen franquista a cualquier veleidad reformista hizo que las huelgas a partir de la del sector de la construcción en Granada, en 1969, fuesen siempre salvajes y duras. Los obreros anticapitalistas entendían que lejos de amontonarse a las puertas de la CNS esperando los resultados de las gestiones de los representantes legales lo que había que hacer era celebrar asambleas en las mismas fábricas, en el tajo o en el barrio y elegir allí a sus delegados, que no habían de ser permanentes, sino revocables en todo momento. Aunque sólo fuera para resistir a la represión un delegado debía durar el tiempo entre dos asambleas, y un comité de huelga, el tiempo de una huelga. La asamblea era soberana porque representaba a todos los trabajadores. La vieja táctica de obligar al patrón a negociar con delegados asamblearios «ilegales» extendiendo la lucha a todo el ramo productivo o convirtiendo la huelga en huelga general mediante los «piquetes», es decir, la «acción directa», conquistaba cada vez los adeptos. Con la solidaridad la conciencia de clase hacía progresos, mientras que las manifestaciones verificaban ese avance cada vez más escandaloso. Los obreros habían perdido el miedo a la represión y le hacían frente en la calle. Cada manifestación era no sólo una protesta contra la patronal, sino que, al ser tenida como una alteración del orden público, era una desautorización política del Estado. Ahora, el proletariado si quería avanzar tenía que separarse de todos los que hablaban en su nombre -que con la aparición de los grupos y partidos a la izquierda del PCE eran legión- y pretendían tutelarlo. Debía «autoorganizarse», o sea, «conquistar su autonomía», como se dijo en Mayo del 68. Entonces empezó a hablarse de la «autonomía proletaria», de «luchas autónomas», entendiendo por ello las luchas realizadas al margen de los partidos, y de «grupos autónomos», grupos de trabajadores revolucionarios llevando una actividad práctica autónoma en el seno de la clase obrera con el objetivo claro de contribuir a su «concienciación». Los primeros setenta acabaron el proceso de industrialización emprendido por los tecnócratas franquistas con el resultado no deseado de la cristalización de una nueva clase obrera cada vez más convencida y más dispuesta a la lucha. El miedo al proletariado empujaba el régimen franquista al autoritarismo perpetuo contra el que conspiraban incluso los nuevos valores burgueses y religiosos. La muerte del dictador aflojó la represión justo lo suficiente como para que se desencadenase un proceso imparable de huelgas en todo el país. La continua celebración de asambleas con la finalidad de resolver los problemas reales de los trabajadores en la empresa, en el barrio y hasta en su casa de acuerdo con sus intereses de clase más elementales, no tenía ante sí a ningún aparato burocrático que la frenase. Los enlaces de Comisiones y los responsables comunistas no eran tolerados sino en la medida en que no incomodaban, viéndose obligados a fomentar las asambleas si querían ejercer el menor control. Las masas trabajadoras empezaban a ser conscientes de su papel de sujeto principal en el desarrollo de los acontecimientos y rechazaban una reglamentación políticosindical de los problemas que concernían a su vida real. En 1976 las ideas de autoorganización, autogestión generalizada y revolución social podían revestir fácilmente una expresión de masas inmediata. Así, las vías que conducían a las mismas quedaban abiertas. La dinámica social de las asambleas empujaba a los obreros a tomar en sus manos todos los asuntos que les concernían, empezando por el de la autonomía. Ese modo de acción autónoma que llevaba a las masas a pisar sembrados que hasta entonces parecían ajenos debió causar verdadero pánico en la clase dominante, puesto que ametralló a los obreros en Vitoria, liquidó la reforma continuista del franquismo, disolvió el sindicato vertical con las Comisiones dentro y legalizó a los partidos y sindicatos. No nos detendremos a narrar las peripecias del movimiento asambleario, ni en contar el número de obreros caídos; baste con afirmar que el movimiento fue derrotado en 1978 después de tres años de arduos combates. El Estatuto de los Trabajadores promulgado por el nuevo régimen «democrático» en 1980 sentenció legalmente las asambleas. Eso no significa que desapareciesen, lo que realmente desapareció fue su independencia, su autonomía, y tal extravío fue seguido de una degradación irreversible de la conciencia de clase que ni la resistencia a la reestructuración económica de los ochenta pudo detener.

 

 

AUTONOMÍA Y CONSEJOS OBREROS

 

La teoría que mejor podía servir a la autonomía obrera no era el anarcosindicalismo sino la teoría consejista, tal como fue formulada por los comunistas revolucionarios alemanes y holandeses basándose en las experiencias rusa y alemana. En efecto, la formación de «sindicatos únicos» correspondía a una fase del capitalismo español completamente superada en la que predominaba la pequeña empresa y una mayoría campesina subsistía al margen. El capitalismo español estaba entonces en expansión y el sindicato era un organismo proletario eminentemente defensivo. Los que conocen la historia previa a la guerra civil saben los problemas que causó la mentalidad sindical cuando los obreros tuvieron que defenderse del terrorismo patronal en 1920 – 24, o cuando hubieron de resistirse a los organismos estatales corporativos que quiso implantar la Dictadura de Primo de Rivera, o en el periodo 1931- 33 cuando los obreros trataron de pasar a la ofensiva mediante insurrecciones. Organizar sindicatos en 1976 significaba integrar a los trabajadores en el sistema productivo consagrándose a la negociación especializada en el mercado laboral. Prolongar la tarea de las Comisiones Obreras en el franquismo. El sindicalismo, aunque se llamase revolucionario, no tenía otra opción que actuar dentro del capitalismo. La «acción directa», la «democracia directa» ya no eran posibles a la sombra de los sindicatos. Las condiciones modernas de lucha exigían otra forma de organización de acuerdo con los nuevos tiempos porque capitalismo estaba en crisis y el proletariado tenía que pasar a la ofensiva. Las asambleas, los piquetes y los comités de huelga eran los organismos unitarios adecuados. Lo que les faltaba para llegar a Consejos Obreros era una mayor y más estable coordinación y la conciencia de lo que estaban haciendo. En algún momento se consiguió: en Vitoria, en Elche, en Gavà… pero no fue suficiente. ¿En qué medida pues la teoría consejista en tanto que expresión teórica más real del movimiento obrero sirvió para que «la clase llamada a la acción» tomase conciencia de la naturaleza de su proyecto indicándole el camino? En muy poca. La teoría de los Consejos tuvo muchos más practicantes inconscientes que partidarios. Las asambleas y los comités representativos eran órganos espontáneos de lucha todavía sin conciencia de ser al mismo tiempo órganos efectivos de poder obrero. Con la extensión de las huelgas las funciones de las asambleas se ampliaban y abarcaban cuestiones extralaborales. El poder de las asambleas afectaba a todas las instituciones del Capital y el Estado, incluidos los partidos y sindicatos, que se aprestaban conjuntamente a desactivarlo. Parece que los únicos en no darse cuenta de ello fueron los propios obreros. La consigna «Todo el poder a las asambleas» o significaba ningún poder a los partidos, a los sindicatos y al Estado, o no significaba nada. Al no plantearse seriamente los problemas que su propio poder levantaba, los obreros podían con menos desgaste renunciar a su antisindicalismo primario y servirse de los intermediarios habituales entre Capital y Trabajo, los sindicatos. En ausencia de perspectivas revolucionarias las asambleas acaban por ser inútiles y aburridas, y los Consejos Obreros, inviables. El sistema de Consejos no funciona sino como forma de lucha de una clase obrera revolucionaria, y en 1978 la clase volvía la espalda a una segunda revolución.

 

 

LAS MALAS AUTONOMÍAS

 

Un error estratégico descomunal que sin duda contribuyó a la derrota fue la decisión de la mayoría de activistas autónomos de las fábricas y los barrios de participar en la reconstrucción de la CNT con la ingenua convicción de crear un aglutinante de todos los antiautoritarios. Un montón de trabajo colectivo de coordinación se evaporó. La experiencia resultó fallida en muy corto espacio de tiempo pero el precio que se pagó en desmovilización fue alto. También contribuyó a la derrota el obrerismo obtuso que se manifestó en la tendencia «por la autonomía de la clase», partidaria de colaborar con los sindicatos y de encajonar las asambleas en el terreno sindical de las reivindicaciones parciales separadas y de la autogestión de la miseria (cooperativas, candidaturas «autónomas», etc.). Es propio de los tiempos en que los revolucionarios tienen razón que los mayores enemigos del proletariado se presenten como partidarios de las asambleas para mejor sabotearlas. Sin embargo, poca influencia tuvo la autonomía «a la italiana», pues su importación como ideología leninistoide tuvo lugar al final del periodo asambleario y la intoxicación ocurrió post festum. En realidad, lo que se importó no fueron las prácticas del movimiento de 1977 en varias ciudades italianas bautizado como «Autonomia Operaia», sino la parte más retardataria y espectacular de dicha «autonomía», la que correspondía a la descomposición del bolchevismo milanés -Potere Operaio- especialmente las masturbaciones literarias de los que fueron señalados por la prensa como líderes, a saber, Negri, Piperno, Scalzone… En resumen, muy pocos grupos fueron consecuentes en la defensa de la autonomía obrera aparte de los Trabajadores por la Autonomía Proletaria (consejistas libertarios), algunos colectivos de fábrica (por ejemplo, los de FASA-Renault, los de Roca radiadores, los estibadores del puerto de Barcelona…) y los Grupos Autónomos. Detengámonos en éstos últimos.

 

 

LA AUTONOMÍA ARMADA

 

La organización «1000» o «MIL» (Movimiento Ibérico de Liberación) pionera en tantas cosas, se autodenominó en 1972 «grupos autónomos de combate» (GAC) con el objeto de apoyar a la clase obrera. Así se consideraron después los grupos que se coordinaron en 1974 para sostener y liberar a los presos del MIL -que la policía denominó OLLA- y los grupos que siguieron en 1976, quienes tras un debate en la prisión de Segovia adoptaron el nombre de «Grupos Autónomos» o GGAA (en 1979). Sin ánimo de dar lecciones a toro pasado señalaremos no obstante que el considerarse «fracción armada del proletariado revolucionario» era algo, además de criticable, falso de principio. Todos los grupos, practicasen o no la lucha armada, eran grupos separados que no se representaban más que a sí mismos, eso es lo que quiere decir ser «autónomos». Autonomía que dicho sea de paso había que poner en entredicho al existir en el MIL una especialización de tareas que dividía a sus miembros en teóricos y activistas. El proletariado se representa a sí mismo como clase a través de sus propios órganos. Y nunca se arma sino cuando lo necesita, cuando se dispone a destruir el Estado. Pero entonces no se arma una fracción sino toda la clase, formando sus milicias, «el proletariado en armas». La existencia de grupos armados, incluso al servicio de las huelgas salvajes, no aportaba nada a la autonomía de la lucha por cuanto que se trataba de gente al margen de la decisión colectiva y fuera del control de las asambleas. Eran un poder separado, y más que una ayuda un peligro si era infiltrado por algún confidente o provocador. En la fase en que se encontraba la lucha, bastaban los piquetes. La práctica más radical de la lucha de clases no eran las expropiaciones o los petardos en empresas y sedes de organismos oficiales. Lo realmente radical era aquello que ayudaba al proletariado a pasar a la ofensiva: la generalización de la insubordinación contra toda jerarquía, el sabotaje de la producción y el consumo capitalistas, las huelgas salvajes, los delegados revocables, la coordinación de las luchas, su autodefensa, la creación de medios informativos específicamente obreros, el rechazo del nacionalismo y del sindicalismo, las ocupaciones de fábricas y edificios públicos, las barricadas… La aportación a la autonomía del proletariado de los grupos mencionados quedaba limitada por su posición voluntarista en la cuestión de las armas. En el caso particular de los Grupos Autónomos consta que deseaban organizarse en el interior de las masas y que perseguían su radicalización máxima, pero las condiciones de clandestinidad que imponía la lucha armada les alejaban de ellas. Eran plenamente lúcidos en cuanto a lo que podía servir a la extensión de la lucha de clases, es decir, en cuanto a la autonomía proletaria. Conocían la herencia de Mayo del 68 y condenaban toda ideología como elemento de separación, incluso la ideología de la autonomía, puesto que en los periodos ascendentes los enemigos de la autonomía se declaran por la autonomía. Según uno de sus comunicados, la autonomía del grupo simplemente era «no sólo una práctica común basada en un mínimo de acuerdos para la acción, sino también en una teoría autónoma correspondiente a nuestra manera de vivir, de luchar y de nuestras necesidades concretas». Se llegaron a sacar la «L» de libertarios para evitar ser etiquetados y caer en la oposición espectacular anarquismo-marxismo. También para no ser recuperados por la CNT en tanto que anarquistas, organización a la que por sindical consideraban burocrática, integradora y favorable a la existencia del trabajo asalariado y en consecuencia, del capital. No tenían vocación de permanencia como los partidos porque rechazaban el poder; todo grupo verdaderamente autónomo se organizaba para unas tareas concretas y se disolvía cuando dichas tareas finalizaban. La represión les puso abrupto fin pero su práctica resulta tanto en sus aciertos como en sus fallos ejemplar y por lo tanto, pedagógica.

 

 

LA TÉCNICA AUTÓNOMA

 

Entre los ambientes proletarios de los sesenta y setenta y el mundo tecnificado y globalizado media un abismo. Vivimos una realidad histórica radicalmente diferente creada sobre las ruinas de la anterior. Hoy hablar de «autonomía», ibérica o no, no tiene sentido si con ello tratamos de adherirnos a una ideología hecha de pedazos de otras que pasaron a mejor vida. Tampoco se trata de distraerse en el ciberespacio, ni en el «movimiento de movimientos», exigiendo la democratización del orden establecido mediante la participación en sus instituciones de los pretendidos representantes de la sociedad civil. No hay sociedad civil; dicha «sociedad» se halla disgregada en sus componentes básicos, los individuos, y éstos no sólo están separados de los resultados y productos de su actividad, sino que están separados unos de otros. Toda la libertad que la sociedad capitalista pueda ofrecer reposa no en la asociación entre individuos autónomos sino en su separación y desposesión más completa, de forma que un individuo descubra en otro no un apoyo a su libertad sino una barrera. Esa separación la técnica digital viene a consumarla en tanto que comunicación virtual. Los individuos entonces para relacionarse dependen absolutamente de los medios técnicos, pero lo que obtienen no es un contacto real sino una relación en el éter. En el extremo los individuos

adictos a los aparatos son incapaces de mantener relaciones directas con sus semejantes. Las tecnologías de la información y de la comunicación han llevado a cabo el viejo proyecto burgués de la separación total de los individuos entre sí y a su vez han creado la ilusión de una autonomía individual gracias al funcionamiento en red que aquellas han hecho posible. Por una parte crean un individuo totalmente dependiente de las máquinas, y por lo tanto, neurótico y perfectamente controlable; por la otra imponen las condiciones en las que se desenvuelve toda actividad social, le marcan los ritmos y exigen una adaptación permanente a los cambios. Quien ha conquistado la autonomía no es pues el individuo sino la técnica. A pesar de todo, si la autonomía individual es imposible en las condiciones productivas actuales, la lucha por la autonomía no lo es, aunque no deberá reducirse a un descuelgue del modo de sobrevivir capitalista técnicamente equipado. Negarse a trabajar, a consumir, a usar artefactos, a ir en vehículo privado, a vivir en ciudades, etc., constituye de por sí un vasto programa, pero la supervivencia impone sus reglas. La autonomía personal no es simple autosuficiencia pagada con el aislamiento y la marginación, de los que no se sale con la telefonía móvil y el correo electrónico. La lucha contra dichas reglas y constricciones es hoy el abecedario de la autonomía individual y tiene ante sí muchas vías, todas legítimas, y las que más escándalo hagan, las mejores. El sabotaje será complementario del aprender un oficio extinguido o del practicar el trueque. En cuanto a la acción colectiva, hoy resultan imposibles los movimientos conscientes de masas, porque no hay conciencia de clase. Las masas son exactamente lo contrario de las clases. Sin clase obrera es absurdo hablar de «autonomía obrera», pero no lo es hablar de grupos autónomos. Las condiciones actuales no son tan desastrosas como para no permitir la organización de pequeños grupos con vistas a acciones concretas. Se trata de establecer líneas de resistencia desde donde reconstruir un medio refractario al capital en el que cristalice de nuevo la conciencia revolucionaria. Si el mundo no está para grandes estrategias, si lo está en cambio para acciones de guerrilla y la fórmula organizativa más conveniente son los grupos autónomos. Esa es la autonomía que interesa.

 

Miguel Amorós

Charla en la nave ocupada La Rabia, de Barcelona, 23 de enero de 2005.

 

 

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