La noción de autonomía según Castoriadis

Cornelius

Cornelius Castoriadis (1922-1997): cofundador de la revista Socialismo o barbarie, desde la cual emprendió una férrea crítica del estalinismo –en un momento en el que se consideraba que si se era revolucionario, se estaba con el bolchevismo, si no, se era contrarrevolucionario– promovió la organización obrera autogestiva y autónoma. Más tarde se le conoció como el teórico por excelencia de la imaginación creadora y se le inscribe como uno de los pensadores más lúcidos que intenta recrear una nueva teoría crítica, distante tanto del dogmatismo cientificista del marxismo como del pensamiento laxo del posmodernismo.

La siguiente pregunta y respuesta se extrae del cuaderno de jornadas 03, Diálogo con Cornelius Castoriadis, publicado por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM a propósito de su visita a México en 1993. Corresponde al diálogo que el teórico libertario griego entabló en una de sus conferencias y que fue transcrito y traducido por Enrique Hulz Piccone, docente del Colegio de Filosofía de la FFyL.

¿Cuáles son los rasgos esenciales de su idea de una sociedad autónoma?

Es preciso comenzar quizás un poco lejos. Los seres humanos no pueden vivir sino en sociedad, y es la sociedad la que ha hecho a los seres humanos. Que los hombres viven en sociedad significa que producen colectivamente sus instituciones. Y las crean sin saberlo. Pongamos un ejemplo fácil: el lenguaje. No hay ser humano ni sociedad sin lenguaje, el cual es una institución social. Pero, ¿quién lo instituyó?

Todos y nadie. Y, además, seguimos creándolo, pues el lenguaje evoluciona y constantemente surgen nuevas palabras y nuevos significados, sin que pueda decirse quién los introdujo, ni cuándo lo hizo. Lo mismo vale para todas las instituciones que configuran la sociedad.

En toda la historia de la humanidad, la sociedad se ha instituido de manera heterónoma. Con esto quiero decir algo que va más allá, por ejemplo, del hecho de que en la sociedad existe la explotación de unos hombres por otros: entiendo esencialmente el hecho de que la sociedad se enajena ante sus propias instituciones. Esto ocurre porque se atribuye a esas instituciones un origen extrasocial: dios o los dioses, los antepasados, los héroes fundadores, las leyes de la naturaleza, las leyes de la razón o las leyes de la historia. De inmediato se comprende la razón por la que esto sucede: las instituciones tienen que asegurar su propia conservación. Y no hay mejor medio de garantizar tal conservación que decir: “las instituciones no se pueden tocar, pues nos las ha dado dios”. En realidad, son siempre los hombres quienes las han creado, y este hecho está siempre presente en casi toda la historia de la humanidad.

En la historia hay dos intentos de romper con esta situación, dos esfuerzos por tomar conciencia de que son los seres humanos quienes crean sus propias instituciones y leyes, que ellos mismos pueden cambiar de manera consiente (de cualquier manera las cambian siempre, pero sin conciencia de ello). Uno es el de la Grecia antigua, que se produce con el nacimiento de la democracia y la filosofía. El otro es el proyecto de los tiempos modernos en la Europa occidental, que se inicia ya desde el siglo XII, con la aspiración de la primera burguesía a constituirse, vivir y gobernarse por sí misma y, paralelamente, con el renacimiento de la verdadera filosofía, la cual ya no se limita a justificar o explicar lo que hay en las santas escrituras, sino intenta formular preguntas que van mucho más lejos. A partir de entonces se despliega un gran movimiento histórico, que dura siglos y asume la forma de la Revolución inglesa del siglo XVII, o se manifiesta en las revoluciones francesa y norteamericana del siglo XVIII, las cuales encuentran después una prolongación en el movimiento obrero del siglo XIX y, más recientemente, en los movimientos feminista y de los jóvenes.

Este movimiento emancipador en parte se cumple y en parte es un intento fallido. Ha logrado un éxito parcial, por ejemplo, en la medida en que existen en la sociedad actual instituciones que conceden ciertas libertades a los individuos, o en la medida en que ya no se atribuye un origen sagrado a la ley, o bien en cuanto que formalmente se supone que el pueblo es soberano. Al mismo tiempo, el intento ha resultado fallido porque no ha resuelto el problema de la restitución del poder al pueblo, ni tampoco el de la libertad política en el verdadero sentido, pues libertad no tiene simplemente un sentido defensivo o negativo (por ejemplo, que yo pueda estar tranquilo de que, al regresar a mi hotel, no voy a encontrarme en mi habitación con agentes de la Gestapo que van a llevarme a la cárcel). Ése no es más que el sentido negativo de la libertad. Pero también existe un sentido positivo, del cual hablan muy poco los filósofos políticos de nuestro tiempo, y que puede formularse en la forma de una paradoja filosófica. Como dirían Sartre, Stirner o Nietzsche: ¿cómo puedo ser libre si debo obedecer a las leyes? Éste es el problema. No discutiré ahora las respuestas que se han dado a esta pregunta. Personalmente, creo que en la noción de autonomía hay una respuesta, la única que da un sentido positivo a la libertad. Autónomo es aquel individuo que se da a sí mismo sus propias leyes. Dado que hay en la sociedad un número indefinido de individuos, resulta evidente que cada uno de ellos no puede darse su propia ley. ¿En qué sentido, entonces, puedo afirmar que soy autónomo dentro de una sociedad? Pues bien, se puede decir que soy un individuo autónomo en una sociedad si tengo la posibilidad real, y no sólo formal, de participar, junto con todos los demás, en un plano de igualdad efectiva, en la formación de la ley, las decisiones acerca de ella, su aplicación y el gobierno de la colectividad. A mis ojos, ése es el verdadero sentido de la democracia. Y un régimen que no este basado en este principio no puede ser llamado legítimamente democracia. Un régimen que sólo tiene libertades negativas es un régimen liberal, no un régimen democrático.

¿Qué ocurre en tal régimen liberal respecto del poder? Esto es bien sabido: existen mecanismos reales, sociológicos, que hacen que una oligarquía detente y ejerza el poder. Es evidente, desde todos los puntos de vista, que es preferible, no sólo subjetiva, sino también políticamente, vivir en un régimen de oligarquía liberal, que en un régimen totalitario. Pero esto no resuelve la cuestión política, aunque así quieran determinarlo aquellas personas que hoy, después del derrumbe del totalitarismo comunista, nos dicen que está claro que el problema ha sido liquidado de una vez por todas y que tenemos a la vista el modelo; tal paradigma es la oligarquía (aunque no la llamen así, sino “democracia”), es el capitalismo (al que llaman “mercado”). ¿Y cuál es la implicación? Que la historia de la humanidad ha terminado y tenemos la forma más perfecta que humanamente puede realizarse.

Pienso que esto es falso, y hay que decir las cosas tal como son: en un régimen en el que el poder efectivo corresponde a una oligarquía, no hay verdadera igualdad política y, en consecuencia, tampoco existe verdadera libertad. A lo sumo, hay una protección negativa de la estrecha esfera de la vida del individuo. Haré un paréntesis acerca de la igualdad. En torno a este tema existen muchos malentendidos y se ha hecho mucha demagogia. Cuando hablo de igualdad y de la exigencia de igualdad, no quiero decir que la sociedad esté obligada a proceder de tal manera que todos los individuos corran los cien metros planos en diez segundos o que cualquiera pueda hacer un salto de altura de dos metros y medio o que todos toquen el piano como Horowitz. No se trata de eso. La igualdad de la que hablo es la posibilidad efectiva de participar, tanto como cualquier otro, en todo poder que exista en la sociedad. Esto plantea una segunda pregunta, que es la cuestión económica. ¿Cómo puede haber igualdad política entre los individuos, en el sentido que he expuesto, cuando existen enormes desigualdades económicas? Si, por ejemplo, yo puedo comprar un periódico o un aparato de televisión, y ustedes no, es simplemente ridículo decir que somos iguales políticamente. Por lo tanto, el problema del régimen económico no es, como creía Hannah Arendt, una cuestión de simple compasión por los pobres (compasión que, por lo demás, no tiene nada de malo), sino que se trata de un problema político. Lo cual significa que, si queremos una verdadera democracia en el plano político, debemos impedir que el funcionamiento de la economía genere desigualdades que son en verdad desigualdades de poder.

Ahora bien, para regresar a la pregunta, una sociedad autónoma es una sociedad que crea sus instituciones en forma explícita y consciente, es decir, con conocimiento. Ello no quiere decir que sea omnisciente o que sea transparente, ni tampoco, en absoluto, que sea la sociedad perfecta. Hay que acabar con el mito de una sociedad perfecta, porque este mito también suscita una demagogia reaccionaria, que nos dice que la perfección no es de este mundo. A esto podemos responder, agradecidos, que ya lo sabíamos. Pero hay que añadir que ese mito de una sociedad perfecta –que es un mito religioso, cuyo origen judeocristiano es completamente obvio: el día de la redención, de la paraousía– está presente sobre todo en el marxismo, y aun en el propio Marx, quien concibió a la sociedad comunista como sociedad transparente. Ésta es una idea absurda que aparece con frecuencia incluso en el movimiento obrero, el cual confiaba en un cambio que traería a la tierra un estado paradisíaco. Aún se encuentran vestigios de esta idea, por ejemplo, en muchas de las tendencias de los movimientos anarquistas que hablan como si hubiese un ser humano naturalmente bueno, que ha sido corrompido por el poder en las sociedades donde existe la dominación. Pero si los hombres son por naturaleza buenos, ¿de dónde viene ese poder que los ha corrompido? El ser humano no es por naturaleza bueno ni malo; es casi infinitamente dúctil. En cada caso, la sociedad es quien lo forma, para adorar a dios, para ser virtuoso o santo, para matar a los infieles, a los enemigos de la nación o a los enemigos del partido. Una sociedad autónoma es una sociedad que se instituye a sí misma sabiendo que lo hace, lo cual significa que está compuesta por individuos autónomos. Sólo en la medida en que hay individuos autónomos puede esa sociedad cuestionar verdaderamente sus instituciones, discutir con sensatez y producir otros individuos autónomos. De nuevo, hay que evitar los malentendidos. Un “individuo autónomo” no significa un santo ni significa un hombre perfecto; quiere decir simplemente un hombre capaz de criticar su pensamiento, sus propias ideas. La autonomía consiste en controlar los deseos y saber que se los tiene. Cuando se habla de autonomía se habla de algo que es análogo a la capacidad de criticar el propio pensamiento, a la facultad de reflexionar, de regresar sobre lo que uno ha pensado y ser capaz de decir: “pienso esto porque me convence”. Tales individuos no pueden existir si la sociedad no los fabrica, para decirlo de alguna manera; es decir, si no los enseña a ser verdaderamente libres en el sentido descrito, ya que sólo tales individuos pueden configurar una sociedad autónoma. He ahí la idea general.

Para terminar, uno puede preguntarse: ¿cómo es posible llegar a ese estado a partir del estado actual? En el corto plazo existe una coyuntura bastante sombría. Pero si se piensa en un lapso mayor, se percibe que la lucha por la autonomía no ha cesado jamás en la sociedad contemporánea. Esto no significa que el problema haya sido resuelto y es por ello que sigo pensando que ante nosotros hay una proyecto político y una inmensa labor política que consisten en contribuir a esta lucha por la autonomía.

Texto encontrado en el Portal Libertario OACA: www.portaloaca.com

Enlace permanente a este artículo: https://encuentrodeautonomias.espivblogs.net/2015/05/26/autonomia-castoriadis/